Félix Alba Núñez, Médico
Pertenece a Navarra, aunque está enclavado en medio de la provincia de Zaragoza, cerca de Sos del Rey Católico. Es un pueblo pequeño y humilde, pero le cabe el honor de ser el lugar en el que vio la luz, allá por el año 1852, el más sobresaliente de cuantos científicos hemos tenido en España a lo largo de toda su historia.
Una tarde de verano, y sin decir a quienes me acompañaban el motivo que me llevaba a hacer el viaje, me acerque hasta allí. Recorrí sus escasas calles y tuve el privilegio de poder estar en la casa en la que nació Don Santiago. Recorrer sus austeras habitaciones me hizo comprender algo más el carácter de este hombre extraordinario.
Un carácter basado, fundamentalmente, en el esfuerzo y en la voluntad. Porque, únicamente con esas dos características de su personalidad, se puede explicar cómo fue capaz de superar el ambiente colectivo por el que atravesaba España, en los años en los que se desarrolló su trayectoria como científico.
Es una etapa de decadencia, de pesimismo generalizado. Es una etapa de pobreza, de aislamiento y, por tanto, de incultura. Y frente a todo ello, impuso su voluntad indomable. Una voluntad que le llevó a forjarse una autodisciplina que no abandonaría nunca. Una voluntad que le hizo superar los muy escasos medios con los que contaba en su laboratorio.
Lo dice el mismo en su libro “Reglas y consejos sobre investigación biológica”:
Más que escasez de medios lo que hay es miseria de voluntad. El entusiasmo y la perseverancia hacen milagros. Desde el punto de vista del éxito, lo costoso, lo que pide tiempo, brío y paciencia, no son los instrumentos sino desarrollar y madurar una aptitud.
Pero, aunque él nunca lo reconoció, además de esa voluntad, otra de las características de Ramón y Cajal fue la genialidad. Una genialidad que lleva a que, a pesar del transcurso de los años, su labor histológica conserva una actualidad rara vez alcanzada en las ciencias biológicas. Sus trabajos siguen siendo citados en las publicaciones científicas sobre neurociencia. Y lo son, porque la trascendencia de la obra de Cajal no se basa únicamente en haber concebido la doctrina de la neurona y en haber proporcionado las pruebas que la demuestran. Lo realmente importante es que su obra, hasta hoy, no presenta ningún indicio de modificación.
Hasta él y sus trabajos, la célula nerviosa era un enigma en la en la organización estructural del tejido nervioso que parecía escapar de la universalidad de la teoría celular. Dos hipótesis trataban de explicar la complicada trama de la estructura nerviosa, ambas construidas a base de supuestas redes difusas. No se habían encontrado pruebas que permitiesen reducir el sistema nervioso a los supuestos de la teoría celular y, por lo tanto, no existía ningún camino para conocer los mínimos fundamentos de su funcionamiento.
Y esa es, ni más ni menos, la gran aportación de Cajal: desarrollar una nueva concepción de la estructura del sistema nervioso. En sus trabajos recoge que cada célula nerviosa es una entidad aislada y que la transmisión de los impulsos nerviosos entre dos neuronas se hace por contacto entre las arborizaciones finales de los cilindros-ejes de una neurona y las arborizaciones iniciales de las dendritas de la neurona siguiente. El sistema nervioso había dejado de ser una red para convertirse en un conjunto de entidades conectadas de manera múltiple y específica.
Esa es su gran aportación, pero su genialidad no se basa en haber realizado el descubrimiento, se basa en el hecho de haberlo intuido previamente y en trabajar, día tras día, con paciencia y con perseverancia hasta poder demostrarlo sin que cupiese la menor duda.
Y de nuevo la voluntad.
Las publicaciones de sus trabajos no tuvieron el reconocimiento ni nacional ni internacional. Nadie estimaba su trabajo porque procedía de un país sin tradición científica. Y decidió acudir a Berlín a la reunión de la Sociedad Anatómica Alemana. Se financió el viaje con sus propios recursos y se presentó allí con sus preparaciones. No fue fácil, indiferencia y menosprecio hacia su figura fueron la tónica habitual durante días. Pero Cajal era mucho Cajal y se decidió a arrastrar hasta su microscopio a Kölliker, maestro de la histología alemana, quien, tras su inicial escepticismo, acabó por reconocer y admirar las imágenes que le mostraba aquel español.
Después vendrían los reconocimientos, y los premios que fueron muchos. Y todos ellos más que merecidos, porque se le puede considerar uno de los mayores genios de la historia del conocimiento. Está, sin la menor duda, a la altura de Newton, de Einstein o de Darwin. Una de las diez personas que más importancia han tenido a lo largo de la historia de la humanidad. El autor más citado de la ciencia mundial de las revistas científicas.
Pero con ser su obra fundamental para el conocimiento científico, nos debe quedar, tanto a los españoles de hoy y sobre todo a los del mañana, su ejemplo. Ahora que parece que en la educación de los niños no prima la cultura del trabajo, del esfuerzo, de la perseverancia y la superación personal, su figura debería ser un referente para todos.
No se trata de hacer de Cajal un mito, sino de considerarle un hombre como otro cualquiera. Un hombre que se propuso trabajar con ahínco. El mismo escribió Reglas y consejos como “tónicos de la voluntad”, para señalarnos que ser científico es, en el fondo, cuestión de proponérselo y nada más. Toda una lección de pedagogía para las generaciones futuras.
