María Pastor Caballero, Profesora de Universidad, residente en Pozuelo
[ Artículo publicado en el número 14 de la revista, año 2022 ]
Iba Caperucita andando por el campo, con su cesta y sus flores, sus quesos y su miel cuando, de repente, apareció el lobo y se la quiso comer. Hasta aquí todo claro, ¿no? Caperucita es inocente y buena, el Lobo es malo, malísimo y ataca porque le da la gana… y porque puede. Y luego está la abuela, pobre e indefensa y el leñador, tan machote y salvador. Y así son los cuentos, simplificaciones de la vida real, a veces sangrientos y probablemente poco edificantes (besar a una doncella que no puede decir ni si ni no porque está dormida y no se entera, cortarse un pie para que te quepa en un zapato para poder casarte con el rico del lugar… ¡pobres niños!).
Pero la historia del mundo no es un cuento de hadas, aunque a veces pueda parecerlo.
De hecho, yo diría que la historia del mundo se parece más a la del cuerpo humano y su lenta decadencia.
Este cuerpo lleno de piernas, brazos, cabeza, corazón y pulmones. Ensamblado con precisión, por dentro y por fuera, creando un delicado equilibrio de piezas que quizá nos parezcan poco útiles pero que si las tocamos… ¡Ay si las tocamos! Tan delicado es ese equilibrio que, si se nos ocurriera mover una de estas piezas, no sabemos bien qué pasaría con el resto.
Y es entonces cuando toca elegir. Hay que tomar decisiones, no siempre agradables, por aquello de seguir vivo. O de estar mejor. No sé que me pasa, no me encuentro bien. Pues al médico que voy. Y si el médico es sensato y prudente, tiene los medios adecuados, si le importo lo suficiente y se toma el tiempo de pensar, entonces este médico me hará pruebas, las estudiará, analizará y decidirá qué me conviene más. Que se me ha estropeado un poco el corazón. Pues tendré que tomarme esto y lo otro o me tendrán que operar, cambiarme una pieza y reajustar mi mecánica y mi química. Con un poco de suerte y un mucho de interés y pericia, este ente externo, supuestamente lúcido y objetivo en la toma de decisiones, me dirá lo que tengo que hacer, decidirá qué es lo mejor para mi supervivencia y bienestar priorizando lo básico sobre lo superfluo. Quizá tenga que sacrificar una pieza, pero será por un bien mayor. Ahora bien, si el galeno en cuestión no se toma el tiempo, no tiene capacidad o no tiene ganas, decidirá sobre mi futuro sin analizar, sin sopesar pros y contras. Si hay suerte, acertará. Si no la hay… no me arreglará y posiblemente desordene el resto de componentes.
Y esto es el mundo. Un puzzle lleno de piezas que encajan a gusto siempre que no las meneemos demasiado. Y si lo hacemos que sea para un bien global. Quizá los conflictos geopolíticos serían menos si hubiera un gran sanador, omnipotente y justo, que viera el mundo desde arriba y decidiera poner orden y prioridades. Juzgara quien es bueno, quien malo, quien regular. O mejor aún, no juzgara. Simplemente decidiera por dónde empezar para arreglar las cosas, en qué orden seguir y cuando parar. Tomara decisiones pensando en el largo plazo y en el bien general. Un gran sanador que restableciera el orden del mundo, si es que alguna vez lo hubo.
Pero, ¿cuántos de nosotros obedecemos al pie de la letra las instrucciones del doctor? Si encontráramos al gran sanador ¿le haríamos caso?
Mucho me temo que no.
